—¡Dichosos los ojos don Manoel! ¡Ya le echaba yo de menos por estos foros!

Quien de esta guisa a mí se dirige es Antón, un buen amigo con el que coincido habitualmente en cuanta manifestación cultural se produce en la ciudad. Antón es una de esas personas interesadas prácticamente en todas las ramas del saber a los que la nulidad docente de los profesores de matemáticas o de física y química empujaron por la rama de Letras del bachillerato superior. Esta escasa o nula formación científica hace de ellos víctimas fáciles tanto de los mensajes catastrofistas como de las apariciones milagrosas de fuentes inagotables de energía que solucionarán todos los problemas del mundo sin que por ello tengan que renunciar a nada de su bienestar actual.

Y no es que yo les reproche —a mi amigo Antón y a los que, como el, ven el vaso medio lleno— esta actitud vital basada en la observación del hecho de que desde tiempos ancestrales la tecnología ha sido una fuerza impulsora en la evolución de la humanidad, una fuerza que, a pesar de los riesgos inherentes a cada uno de sus avances, ha mejorado nuestras vidas de innumerables maneras. Por mi parte, aun suscribiendo la frase de Mario Benedetti de que «un pesimista es solo un optimista bien informado», milito activamente en un optimismo crítico que me obliga a reflexionar constantemente sobre el papel que juega la tecnología en nuestra vida cotidiana.

Mi amigo Antón tiene puestas sus esperanzas en la revolución que la incorporación del hidrógeno como vector energético, va a suponer en el proceso de descarbonización de la energía, al disponer por fin de un “combustible renovable capaz de proporcionar energía segura, económicamente competitiva y libre de emisiones de CO2.”

—Recuerdo don Manoel —insiste— que en nuestra última conversación era usted muy crítico con los planes del gobierno para hacer del hidrógeno verde una alternativa energética…

—¡Querido Antón! No recuerdo cómo fui de crítico entonces —respondo—, pero si de una cosa estoy seguro es de que, si mantuviéramos hoy la misma conversación, seguramente lo sería mucho más. Porque leyendo las noticias de las actuaciones de los gobiernos europeos en este sentido, cada vez estoy más convencido de que las energéticas, viendo el negocio que las farmacéuticas han hecho con las vacunas del COVID, han decidido aplicar el mismo sistema.

—No le sigo, don Manoel.

—¡Pues es evidente Antón! Recuerde que los laboratorios privados implicados en el desarrollo de las vacunas recibieron unos 5.800 millones de dólares de fondos públicos que nunca devolvieron. Y al menos otros 86.500 millones a través de los Acuerdos de Compra Anticipada (APA), con los que los países ricos se aseguraban la entrega de las dosis pagando las vacunas cuando a estas aún les faltaba mucho tiempo para estar ni siquiera en producción.

—¿Quiere decir que los 1.500 millones destinados por el Ministerio de Transición Ecológica para el impulso del hidrógeno renovable son algo parecido?

—Lamentablemente Antón cuando hablamos de «iniciativa privada» acostumbramos a meter en el mismo realidades muy distintas: pequeños empresarios que arriesgan todo cuanto tienen intentando llevar adelante un proyecto propio y los oligarcas detentadores del verdadero poder que siempre “disparan con pólvora del rey”. En estos casos la iniciativa es teóricamente privada; los dineros siempre en la práctica públicos.

Yo no sé hasta qué punto mi prédica anterior había logrado su objetivo de convencer a mi interlocutor de que los procesos de generación de hidrógeno mediante la electrolisis del agua, no solo son de una eficiencia energética penosa, del orden del 65% en la práctica[1] el mejor de los casos, sino que el propio proceso en sí mismo repugna a una mente científica al comparar la importancia de los recursos implicados en su producción —agua lo más pura posible[2] y energía eléctrica— y la del producto obtenido, pero parece ser que uno de los argumentos empleados entonces se volvía ahora contra mí.

—Recuerdo, don Manuel, que citaba entonces que el principal problema del hidrógeno era que no estaba presente de forma libre en la naturaleza. ¡Pues parece ser que la naturaleza ha decidido llevarle la contraria!

Antón me tiende una noticia recortada de las páginas salmón de un conocido diario. “Surge una creciente evidencia científica de que existe una fuente de energía limpia subterránea sin explotar que podría proporcionar mucha más energía de la que necesitamos: el hidrógeno creado por procesos geológicos naturales

—Gracias Antón. Lo malo es que yo también he leído la noticia. Y digo “la” en singular porque siempre es la misma, repetida en diez mil páginas diferentes. Los mismos 150 billones de toneladas métricas, el mismo Doug Wicks, director de la U.S. Energy Department’s Advanced Research Projects Agency-Energy, y hasta la misma ilustración. Entiendo el proceso de producción del hidrógeno geológico por «serpentinización»[3] y me ilusiona la posibilidad de encontrar accesibles billones de toneladas de hidrógeno que nos permitan prescindir definitivamente de los combustibles fósiles, pero trato de mantener fría mi cabeza, alejarme del contagio del triunfalismo periodístico y mantener incólume mi derecho a la incredulidad, o por lo menos a la duda razonable. Y si al final el proceso se demuestra tecnológicamente viable, estupendo. Y si conseguimos que el beneficio de la aplicación de esta tecnología redunde en favor de los más desfavorecidos del planeta, “¡mel nas filloas![4].

—¡Pues sí que me lo pone usted mal, don Manoel!

—Me perdonarás que sea un aguafiestas, pero estas apariciones milagrosas de fuentes de energía que hemos tenido siempre delante de nuestras narices sin darnos cuenta… El carbón, el petróleo, el gas natural, siempre dieron muestras de su existencia en superficie antes de su explotación. Pero, aunque admitiéramos la existencia de esos enormes depósitos de hidrógeno los problemas derivados de las dificultades de su manejo y su ridículo poder calorífico volumétrico seguirían ahí. Por no citar el hecho de que ¡Y probablemente otros nuevos en los que ninguno habíamos pensado!

—¿Otros nuevos? ¿A qué se refiere, don Manoel?

—A que en ingeniería es casi imposible preverlo todo. De todo el hidrógeno geológico del que se habla, una buena parte puede ser inaccesible y otra no menos importante inutilizables debido a la mezcla con otros gases.

—¿Con otros gases?

—Fundamentalmente metano, un gas de efecto invernadero más potente todavía que el dióxido de carbono. El riesgo de liberación de metano a la atmósfera al separar el hidrógeno geológico de los otros gases presentes en el depósito es crucial si queremos minimizar el impacto ambiental de esta tecnología.

—¡Pues sí que me lo pone usted crudo!

—No sabe cómo lo lamento Antón, pero ese no es el único riesgo de la extracción de hidrógeno. La perforación y extracción pueden alterar el subsuelo y afectar la geología local y la calidad del agua subterránea. Sin olvidar que todo el proceso de extracción y purificación del hidrógeno geológico requieren energía, su transporte desde los depósitos subterráneos hasta los lugares de uso requiere de la construcción de infraestructuras adicionales, complejas y sujetas a fugas…

—Pues nada don Manuel: marcho que tengo que marchar. Me alegro de haberle encontrado.

Me despido yo también. Me quedan muchas cosas por explicarle, muchos aspectos por analizar, muchas dudas que compartir, pero ¡se va porque se tiene que marchar! Y yo me quedo pensando que a veces debería callar más, si no quiero acabar comprobando que la gente —decidida a defender su derecho a la esperanza— huye de nosotros los racionalistas como de la peste, y prefieren seguir pensando que la ciencia vendrá siempre al rescate en el último momento para salvarnos de un desastre seguro.

Apuntar finalmente que este optimismo tecnológico, por lo menos en su versión menos crítica, es un importante factor de riesgo en la adopción de medidas radicales para enfrentar el cambio climático, uno de los desafíos más formidables a los que se enfrenta la humanidad. Los continuos avances que la tecnología ha sufrido a lo largo de los siglos han generado el espejismo de que con la ciencia y su aplicación práctica todo se puede solucionar. Cuando lo cierto es que no podemos depender únicamente de los avances tecnológicos para resolver este problema, y los cambios políticos y sociales son esenciales para abordar eficazmente las consecuencias de este cambio climático.


Notas:

[1] Aunque el rendimiento en laboratorio suele ser más elevado, en el proceso industrial de obtención de hidrógeno por electrolisis es frecuente que los valores obtenidos sean incluso peores que el indicado. De hecho, para ser rigurosos, deberíamos computar también los rendimientos de los procesos de transporte, transformación y rectificación de la energía eléctrica necesaria para esta electrolisis, del orden de un 80 a 85 %. Este hidrógeno así obtenido tenemos que comprimirlo, trasegarlo, y volver a comprimirlo una y otra vez a muy altas presiones con rendimientos del orden del 75 al 80 %. ¡Y todavía no hemos hecho nada útil con el! Nos queda volver a combinarlo con el oxígeno en una célula de combustible para producir electricidad, proceso cuyo rendimiento no supera el 70 %. Por poner un ejemplo: el rendimiento global del hidrógeno en los usos de automoción es inferior al 25%, con las previsiones más optimistas.

[2] La técnica de la electrolisis del agua dulce y del agua salada y sus implicaciones prácticas se analizan con rigor científico en el muy interesante artículo “El hidrógeno: un camino al barranco” de Iván Sáez García, publicado en el nº 262 de NB dedicado a “Reflexiones críticas en torno a la transición energética”, a cuyo contenido remitimos al lector interesado en el tema.

[3] Entre otras causas menores, la serpentinización se produce cuando masas de roca con altos contenidos en hierro y magnesio como los olivinos, de las profundidades del manto terrestre comienzan a ascender hacia la corteza por impulso de fenómenos tectónicos chocan con masas de agua sufren un proceso de hidrólisis que descompone el agua generando grandes cantidades de hidrógeno molecular. La serpentinización es bien conocida hace muchos años, pero la teoría más extendida hasta ahora era que este hidrógeno, en ausencia de aire atmosférico generaba metano (CH4) y sulfhídrico (SH2) que a su vez darían lugar a la formación de fuentes hidrotermales en las que se desarrollan organismos quimiotrófos, asociados con la aparición de la vida en la tierra.

[4]Mel nas filloas” es una expresión gallega que enfatiza la bondad de una situación. Si algo es bueno (las filloas) añadiéndole alguna otra circunstancia (la miel) será todavía mejor.