Hubo un tiempo en que este país estuvo lleno de esperanza. Y eso que eran tiempos difíciles: la represión campaba a sus anchas, los medios de comunicación estaban amordazados, los partidos de izquierda prohibidos, los sindicalistas de verdad perseguidos. Incluso a los curas «progres» podía vérseles correr de vez en cuando arremangándose las sotanas para huir de las porras de los «grises». Los que vivimos esa época recordamos aquella situación perfectamente; a los más jóvenes se la han contado, o la han leído, o la han visto en reportajes y documentales.

Pero tal vez esos mismos jóvenes no saben, porque eso no sale en los documentales, cuánta esperanza había, y cuánto empeño se ponía en hacer realidad esa esperanza.

Esperanza no sólo de quitarse de encima al dictador fascistoide y su séquito de oligarcas, obispos carcas, militares y guerrilleros de Cristo Rey; esperanza no sólo de ganar la libertad, de sacar a la luz a los partidos clandestinos, de que los auténticos sindicatos fueran legales… Esa esperanza iba mucho más allá, y se palpaba en fábricas, universidades, en infinidad de ambientes: era la esperanza de transformar España en una República Socialista.

Han pasado algo más de treinta años, pero ahora parece que esa esperanza sólo haya existido en la más remota noche de los tiempos.

Una de las características más notables de aquella época -los años setenta- fue la eclosión de una creatividad enorme surgida de una generación cuya edad oscilaba entre los veinte y los treinta y cinco años (edad, esta última, en la que ahora muchos hijos están aún viviendo en la casa de sus padres, aun contra su voluntad).

Era la generación que había bebido los vientos del 68 y se había llenado los pulmones del aire de la libertad. Seguramente fue una eclosión universal (no hay más que ver cómo la literatura, el cine, la música, etc. de aquellos años continúan frescos y sin perder un ápice de su vigor en todo el mundo), pero en España, por salir de dónde salíamos, tuvo un significado especial. Fue una época en la que se reunían una tarde cuatro jóvenes y de esa reunión salía una editorial, o una revista, o un proyecto cinematográfico, o una comuna, o un grupúsculo político (clandestino, claro) o cualquier otra iniciativa política o cultural.

Fueron tiempos en los que la sociedad le echaba permanentemente un pulso al sistema y a sus mecanismos de represión, en los que muchísima gente se movía en los estrechos límites que separaban la cárcel de la calle, haciendo equilibrios para no visitar las mazmorras que otros, más directamente implicados en la lucha política, visitaban con frecuencia.

Fue en esa época en la que, con ese entusiasmo que caracterizó a aquella generación, se gestó El Viejo Topo. Sin dinero; sin complicidades políticas; con desenfado (algunos, más sensatos, dirían ahora que con elevadas dosis de irresponsabilidad ante la que nos podía caer); si se quiere con algo de espíritu aventurero. Echando un pulso a la censura. Tratando de que las diferentes posiciones de la izquierda (revolucionaria, porque entonces no había otra) encontraran un lugar en el que debatir desde sus puntos de vista sin ser satanizados los unos por los otros. Siempre, claro, desde la humildad de un proyecto que, al fin y al cabo, no pretendía ir mucho más allá de estimular el debate y la lucha para el gran cambio que anhelábamos.

Si se me permite la inmodestia, diré que yo estuve entonces y estoy ahora, sólo que mucho más viejo y tal vez mucho más topo. Y echo en falta aquella creatividad, aquel desenfado, aquella capacidad de tanta gente de asumir el riesgo como quien no quiere la cosa. Aquella voluntad de avanzar, a pesar de todo. A veces había miedo, es cierto, pero así y todo se seguía adelante como si tal cosa. Las discusiones entre las gentes de la izquierda pueden parecer ridículas ahora, cuando la derrota nos ha dejado sin ideas y casi sin vocabulario, pero eran discusiones, a veces tremendas, sobre formas y métodos, sobre cómo organizarse, sobre qué objetivos marcarse, sobre cómo transformar la sociedad de cabo a rabo.

Nada que ver con las discusiones que pueden oírse hoy, más ligadas a cuestiones internas que a responder la famosa pregunta del viejo topo de octubre: ¿qué hacer?

Y eso duele. A mí me duele. A muchos nos duele. Lo digo con el corazón en la mano. Este país necesita una izquierda que lo sea, y que lo sea de puertas afuera. No sólo sobre el papel. La izquierda social, que nunca ha dejado de existir, por más que a veces lo haya parecido, necesita un referente político alternativo. Los jóvenes muy jóvenes necesitan el ejemplo nítido, firme, leal de sus mayores. Y todos necesitamos visualizar un proyecto, no un cúmulo de forcejeos.

Un proyecto que descanse sobre ideas sencillas, capaces de reagrupar a todo lo disperso. Ahí van un par: República y Socialismo. Dos ideas sencillas y rotundas, desde las que edificar un proyecto.

Porque hace falta un proyecto (no cuatro, ni diez, ni quince: un proyecto). Y hace falta que se visualice, antes de que el niño se haya ido con el agua sucia.

El reloj corre, implacable. Han transcurrido treinta años ya desde que salió a la calle el primer Topo, y la izquierda está peor que antes, porque al parecer ha perdido la esperanza. Tendrá que buscarla.

Ojalá no hagan falta treinta años más para que la izquierda se descubra a sí misma. Hacerlo depende de ella, y sólo de ella.

* Director de El Viejo Topo