Conocí a Cortijo en los años 90, al final de su vida. Yo empezaba la mía en el arte en la facultad donde él impartía clases. Nunca fui una estudiante convencida, tengo un recuerdo borroso, siempre diletante, llena de dudas… Pero al cursar su asignatura pasé a formar parte de un grupo de alumnos de distintas generaciones que contagiados, le seguíamos a todas partes como su sombra. En esos años Julian Schnabel en su “Carta a un joven artista” (El País, 1991) se refería a la formación del pintor contemporáneo a través de esa necesidad de cercanía a otros artistas: “No es tanto lo que dicen, sino la forma en que viven estos artistas y el poder apreciar cuáles son sus prioridades, su manera de estar en el mundo. El resultado de este comportamiento es una obra impactada por un significado y un sentido del lugar, de la atmósfera». Lo que decía Cortijo y su manera de estar en el mundo nos fascinaba a todos. Podría haber sido un nuevo capítulo de aquella leyenda por la que el arte se transmitiría mediante osmosis, “del concentrado del maestro a la solución menos saturada del alumno” que recordaba con ironía Óscar Alonso Molina en Enseñar el arte (2006). Pero las distintas personalidades y recorridos de todos nosotros han demostrado que no fue así. Más bien se creó ese vínculo pedagógico que siempre se persigue y apenas se logra. Cortijo nos enseñó la pintura como posibilidad, en el sentido del filósofo Emilio Lledó (con espíritu crítico y libertad) (El Diario de la Educación, 2018) y como desvelamiento en Alain “Tengo una idea extraña, muy alejada de lo que se dice comúnmente sobre el particular (…) según la cual lo que es hermoso para todos y universalmente humano, es justamente, lo que parece haber sido escrito para cada uno” (Propos sur l´ éducation, p. 63). El vínculo educativo permitió ese descubrimiento o revelación: resolver, encontrar, entender algo oculto en la pintura, que nos pareció entonces que había estado, desde siempre, esperando para cada uno. Reconocimos entonces en nuestro maestro alguien digno de confianza, el portador de la primera palabra.

El propio Cortijo se refería al sentido de la docencia en uno de los talleres qué impulsó buscando estudiantes con vocación: “Al margen de esos objetivos pedagógicos que todos los profesores universitarios (profesores de masas) perseguimos, el sentido último del magisterio de un pintor es escoger y favorecer el desarrollo de los que comparten su vocación, permitirle respirar desde sus particularidades, crear unas condiciones básicas para el nacimiento y desarrollo de espacios interiores. Tirar la piedra que desencadena el alud. Esa es la misión, en el sentido más religioso o si se quiere místico de la palabra, de un maestro de arte. Crear espacios mentales para el pensamiento plástico” (Taller de Grabado Monasterio de San Clemente, 1993).

A los catorce años Rafael Yuste encontró en Los tónicos de la voluntad: reglas y consejos sobre investigación científica de Santiago Ramón y Cajal, su vocación, —que equipara siempre con la artística, como algo que se realizará a pesar de todo—, impresionado por la defensa que hacía Cajal de la voluntad sobre cualquier otra condición necesaria: tener una idea de lo que quieres y hacer el esfuerzo de perseguirla (El País, 2017). «Hay que entender el tipo de devoción que se necesita para producir algo que tenga sentimiento, significado y pueda transportar esa virtud de humanidad que alguien más pueda usar” señalaba Schnabel. En Cortijo la voluntad y la pasión lo eran todo. Ninguna de sus condiciones biográficas (origen, familia, contexto social…) favorecería la práctica artística, pero su talento y la constante tonificación de la voluntad le permitieron desarrollarla sin descanso desde el inconformismo y la experimentación. No quería el reconocimiento por sus logros del pasado sino por su trabajo en un ansioso presente. Renunciaba a trabajar con galerías que no mostraran verdadero afecto por su obra. Cada curso lo iniciaba con la ingenua convicción de que habría estudiantes de los que poder aprender, que le permitirían acceder a la esencia del presente ¡Y le devolvíamos nuestra incrédula y asombrada mirada! Abordaba con divertidos interrogatorios a cada persona que conocía, en su afán por saber. Nos dejaba como viejos al desplegar constantemente su gran actividad, confianza y optimismo en el trabajo, curiosidad por todo y anticipación. Dormía muy poco para poder trabajar desde el amanecer, no había tiempo, y lo hizo con todas las técnicas posibles, abrazó lo digital con la avidez y el disfrute del que comprueba que había esperanza, que tendría tiempo para conocer nuevos lenguajes… ¿Qué habría hecho en este incierto presente?

Le echamos de menos y le llevamos presente, algo murió también en nosotros. Lamento no poder recordar sus ingeniosas y divertidas conversaciones, sus apreciaciones conmovedoras. “Las decisiones más importantes de nuestra vida, no las tomamos nosotros, debemos reconocer con humildad que las toman otros por nosotros” confesaba López-Otín sobre el papel de sus mentores y maestros (Canal March, 2017). Estoy convencida de que las derivas de muchos de nosotros habrían sido distintas si no hubiéramos trascendido la uniformidad del espacio académico para entrar a formar parte del mundo de Cortijo.

A lo largo de su trayectoria, Cortijo como López-Otín, perdió el ikigai, término japonés que significa propósito de la vida, consiguiendo recuperarlo empujado por su afán vitalista. Él y su familia ejemplifican todavía hoy, las tres claves de la vida que defiende nuestro científico: sobrevivir, el propósito y la felicidad (La Nueva España, 2019). La generosidad de todos ellos nos mostró un modelo de vida, de integridad, responsabilidad, compromiso y respeto. Un modo de entender la cultura como la única forma que asegura que podemos trabajar por una sociedad mejor. Todo un ejemplo de que, como insiste Lledó (Identidad y amistad. Palabras para un mundo posible, 2022), el hombre no es lobo, es amor y amistad.

(*) Sara Quintero. Madrid, 8 de agosto de 2023.

SARA QUINTERO (Madrid 1971). Artista y profesora universitaria en Madrid. Su obra, de fuerte carácter político y social, recoge el drama y el dolor de la guerra, la soledad, la condición de la mujer, el exilio y la emigración forzosa. Doctora en Bellas Artes, es alumna de Cortijo.