En mayo de 1920, el diario The Dearborn Independent inició la publicación de unos documentos que ponían de manifiesto la existencia de un plan judío secreto para dominar el mundo. Los artículos los firmaba Henry Ford, el multimillonario magnate de la industria del automóvil, quien dos años antes había comprado este periódico que llevaba el nombre de su ciudad de nacimiento. Supuestamente, a manos de Ford había llegado desde Rusia la prueba que lo demostraba: Los protocolos de los sabios de Sion. Este documento recogía las actas en las que un miembro de un gobierno mundial judío iba exponiendo los planes para la dominación del mundo de un grupo de notables sionistas (el gobierno judío en la sombra) que se hacían llamar los Sabios de Sion. En un lenguaje oscuro y ambiguo propio de un clarividente fumado, Los protocolos desgranan a lo largo de 24 capítulos los métodos con los que los judíos van a lograr su objetivo. En sus escasas cien páginas se reitera la idea de la decadencia del mundo cristiano dominado por las masas y por la codicia, por el falso sentido de la libertad, por las luchas económicas y las guerras. Presenta la libertad y el sufragio universal como maquinaciones judías para debilitar a las naciones cristianas. Dibuja un mundo dominado por ideas como el comunismo y el anarquismo y por vicios como el alcoholismo y la prostitución en la que está enfangado el clero cristiano. En fin, una sociedad al borde del colapso. Frente a ello, Los protocolos finalizan con esperanza: “No cabe ya lugar a dudas. Con toda la fuerza y el terror de Satanás, el Rey triunfante de Israel se aproxima a nuestro mundo degenerado. El Rey nacido de la sangre de Sion, el Anticristo, está cerca del trono del poder universal”. No me puedo resistir a reproducir un texto que me ha recordado por su similitud al discurso que repiten Vox y el PP: “Los niños de hoy apenas si tienen libertad para jugar, salvo bajo supervisión de directores de juegos designados por el Estado, entre los cuales, curiosamente, logra encontrar puesto una proporción asombrosa de judíos. Todo ello se centra en el Plan Mundial de sometimiento de los gentiles”.

En síntesis, Los protocolos son un saco de basura con los principales tópicos que a lo largo de los siglos las iglesias católica y protestante habían divulgado como dogmas desde sus púlpitos. En muchos aspectos parecen sacados de las encíclicas reaccionarias del siglo XIX. No es algo que nos quede muy lejos. Hasta bien entrados los años 70, en España se enseñaba a los niños que los judíos, “en su infinita soberbia”, no solo no habían querido reconocer a Dios, sino que, “en su infinita maldad”, lo habían asesinado, y que, como castigo, se veían obligados a vagar sin patria por el mundo. Han sido siglos que han dejado su poso venenoso en las mentes de las clases populares, cuyo adoctrinamiento monopolizaban las iglesias.

En Europa, hasta finales del XIX, los judíos o bien fueron expulsados o tuvieron un estatus legal de inferioridad que, entre otras cosas les impedía tener propiedades raíces. El Concilio de Letrán, en 1215, les impuso la obligación de llevar un distintivo amarillo en su vestimenta. El odio al pueblo deicida ha impregnado desde la psicología popular a la más elevada literatura. El Cantar del Mio Cid con el inverosímil cuento del engaño del Cid a los judíos burgaleses o El mercader de Venecia de Shakespeare, basados ambos en el tópico del judío usurero y estúpido son muestra de ello. El antisemitismo también ha impregnado nuestro lenguaje. “Judiada” es una palabra que significa hacer algo cruel o injusto, un término que sí podría aplicarse a la criminal actuación del Estado israelí contra los palestinos en las últimas décadas.  

Un hecho revelador para que nos hagamos una idea de cuál ha sido el caldo de cultivo de la crueldad que años más tarde crearía las cámaras de gas. Lo narra el historiador católico John Cornwell en su libro El papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII: “En 1858, un niño judío de seis años, Edgardo Morata, fue raptado por la policía papal de Bolonia con el pretexto de que había sido bautizado in extremis por una criada poco después de nacer. Ingresado en la reabierta Casa de Catecúmenos, el niño fue educado a la fuerza en la fe católica. Pese a las peticiones de sus padres, Pio Nono adoptó al niño y acostumbraba a jugar con él  escondiéndolo bajo su sotana y preguntando: ´¿Dónde está el niño?´ Napoleón III y el emperador Francisco José de Austria pidieron al papa que devolviese al niño con sus padres. El New York Times publicó veinte editoriales, pero Pío Nono no se inmutó. Encerró a Edgardo en un monasterio donde fue ordenado sacerdote”.

El Papa de Hitler es un libro que merece la pena leer para hacerse una idea cabal del nefasto papel jugado por la curia romana en el ascenso de Hitler al poder y el apoyo a sus políticas. En este libro, Cornwell, uno de los pocos historiadores que ha tenido acceso a los archivos vaticanos, narra cómo se gestaron lo concordatos con Mussolini y Hitler que marcarían la línea del firmado con Franco, cuyas consecuencias aún padecemos.

La falsedad de Los protocolos

En 1921, The Times publicó un artículo de su corresponsal en Turquía, Philip Graves, alertando de la falsedad de Los Protocolos. En un principio, The Times, al igual que la mayor parte de la prensa europea, se había hecho eco de Los protocolos de forma elogiosa. Los protocolos y el libro Los últimos días de los Romanov (una patraña que sostenía que los líderes bolcheviques eran agentes judíos al servicio del Gobierno del Kaiser) habían servido como propaganda para justificar la participación británica en la guerra contra la Revolución.

El artículo de Graves explicaba que un señor X, cuyo nombre no podía revelar, le había hecho saber que Los protocolos no eran el acta de la supuesta reunión de la creme de la creme de la judería mundial sino un plagio mal disimulado de un libro de finales de 1860, Diálogo en los infiernos entre Napoleón III y Montesquieu, cuyo autor era el escritor francés Maurice Joly. Graves mostraba cómo ambas obras compartían párrafos enteros.

Ford, que utilizó Los protocolos como percha para escribir en su periódico largas diatribas antijudías entre mayo y octubre de 1920, editó en noviembre un libro recopilatorio en cuatro volúmenes que tituló El judío internacional: Un problema del mundo. En un lenguaje que podría recordarnos el trumpismo (“el judío es único y verdadero capitalista”), Ford hace una historia del judaísmo y del carácter de los judíos plagada de tópicos y falsedades. En el caso americano, remonta al propio Colón la conspiración judía. Pero, son el complot judío mundial y su manifestación en Rusia y Alemania sus verdaderos objetivos: “Es el judaísmo la potencia mejor organizada del mundo, con métodos mucho más rígidos todavía que los del Imperio Británico. Integra un Estado, cuyos súbditos le obedecen incondicionalmente, allí donde vivan, sean pobres o ricos, y este Estado, injertado dentro de los demás Estados, se llama en Alemania «Pan-Judea» (All = Juda)”. “El judío en Alemania es considerado como un huésped que, abusando de la tolerancia, pecó con su inclinación al dominio”. “El bolchevismo significa la expropiación de todas las naciones cristianas, de modo que ningún capital quede en manos cristianas y que los judíos en conjunto ejerzan a su antojo el dominio del mundo”. “Los judíos alemanes no fueron durante la guerra patriotas alemanes. Los únicos que resultaron beneficiados con la Gran Guerra fueron en realidad los judíos”.

En 1922 el libro se tradujo y puso a la venta en Alemania, donde tuvo un eco devastador. Que la prensa del sistema ya hubiese reconocido la falsedad de Los protocolos, y que Ford lo supiese, no fue óbice para que el magnate cejase en su empeño de difundir estas falsedades. El que más tarde sería jefe de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Shirach, cuenta la impresión que le causó, siendo adolescente, la lectura de la obra de Ford: “Lo leí y me volvió antisemita. En aquella época, este libro causó una honda impresión en mis amigos y en mí mismo, reforzada por el hecho de que veíamos a Henry Ford como el representante del éxito, o sea, como el exponente de una política social progresista”.

A Hitler, que en aquel momento estaba creando el partido nazi, el libro le sonó a música celestial. La obra de Ford otorgaba respetabilidad a la idea de los altos mandos del ejército según la cual Alemania había perdido la guerra, la Primera Guerra Mundial, por culpa de los judíos. Hitler no regateó elogios para Ford al que calificó como “el más grande” y como su “fuente de inspiración”. De hecho, adoptó este libro como una de las guías morales de los militantes de su partido. El judío internacional aparecía como lectura recomendada en el carné de los afiliados al partido nazi. Henry Ford fue un icono para Hitler hasta el punto de que el retrato del empresario presidía su oficina. Esta admiración fue correspondida por el magnate estadounidense.

El papel jugado por este libro en la conformación ideológica de Hitler lo explica Timothy W. Ryback en su obra Los libros del gran dictador. Esta obra, que lleva por subtítulo: “Las lecturas que moldearon la vida y la ideología de Adolf Hitler”, nos muestra de forma sorprendente cómo el racismo que cimentaba el derecho al maltrato de los demás no lo inventó Hitler; ya era la ideología dominante cuando él llegó. *

En 1921, un diplomático judío estadounidense, Herman Berstein, escribió el libro Historia de una mentira, en el que demostraba la falsedad de lo publicado por Ford y unos años después presentó una demanda por libelo contra el propio Ford, quien negó toda responsabilidad en lo publicado alegando que no tenía ni idea de lo que se publicaba bajo su firma. Todo un caballero. En realidad, en este caso no mentía completamente ya que los verdaderos autores de las patrañas que llevaban la firma de Ford eran dos personajes siniestros: August Müller, un alemán ligado a los servicios secretos germanos, y Boris Brasol, un ruso ligado a los servicios secretos zaristas hasta el triunfo de la Revolución. Para evitar ser condenado, en 1927, Ford escribió una carta al Comité Judío Estadounidense retractándose y alegando que había sido engañado. Se comprometió a cerrar el periódico y a retirar el libro de la circulación. Lo primero se hizo. Lo segundo, no estaba ya en su mano. El libro siguió circulando en Europa “en millones”, en expresión del propio Hitler. En España fue editado por el duque de La Victoria en 1927 a pesar de que se conocía su falsedad.

Un arma contra la revolución

Se ha dicho que la aventura periodística de Ford se debió a que algún banquero judío le denegó un crédito. No hay pruebas de ello. Sí sabemos que el inventor del fordismo de Tiempos Modernos no dudó en contratar pistoleros para reprimir a tiro limpio las protestas de sus trabajadores, matando a varios de ellos. No es de extrañar que el señor Ford fuese uno de esos multimillonarios que sufrió un calambrazo indescriptible cuando llegaron las noticias de que los comunistas habían tomado el poder en Rusia. También sabemos que, tras la revolución, en el imaginario de estos potentados y de su propaganda, los judíos se convirtieron en agentes comunistas. Lo del “contubernio judeo-comunista” no lo inventó Franco; se limitó a copiarlo. “La Revolución Rusa”, decía Ford en su libro, “es de origen racial, no político”, y añadía que representaba una “aspiración racial al dominio mundial”. Winston Churchill, en aquellos años ministro de la Guerra y por tanto responsable del apoyo británico al ejército blanco opinaba algo muy parecido: “Este movimiento entre los judíos no es nuevo. Ya desde los días de Spartakus Weishaupt hasta los de Karl Marx y después Trosky, Béla Kun, Rosa Luxemburgo y Emma Goldman, se expande esta conspiración mundial para la destrucción de la civilización y la transformación de la sociedad sobre la base de un desarrollo bloqueado, una envidia maliciosa y una imposible igualdad”.

Winston sangraba por la herida: la igualdad. Ese era el tema de fondo, el problema al que había que combatir: que los nada de ayer hubiesen tomado un poder reservado a ellos por cuna. La cita se encuentra en el libro del historiador italiano Domenico Losurdo, Stalin, historia y crítica de una leyenda negra, donde narra cómo, en 1918, las fuerzas británicas que desembarcaron en Rusia se dedicaron a lanzar octavillas antijudías desde sus aviones. La represión contra los judíos por parte del ejército contrarrevolucionario no desmereció en salvajismo a la que veinte años después llevaron a cabo las fuerzas nazis y rumanas apoyadas por las milicias nacionalistas de Ucrania y de los países bálticos y que aparecen recogidas en El Libro Negro de Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg. Losurdo recoge en su obra este extracto del historiados inglés Orlando Figes: “En algunas localidades, por ejemplo en Chernobil, los judíos fueron hacinados en la sinagoga, que después fue incendiada. En otros lugares como en Cherkassy fueron violadas cientos de niñas que no llegaban a los diez años, muchas de las cuales fueron castigadas con terribles heridas de bayoneta y sable en las vaginas […]. Los cosacos de Terek torturaron y mutilaron a cientos de judíos, en gran parte mujeres y niños. Cientos de cadáveres fueron abandonados en la nieve, pasto de los perros y los cerdos.” El número de judíos asesinados por el ejército blanco se calculó en más de 150.000. A tal grado llegó el nivel de propaganda antijudía, que Lenin grabó un discurso en el que pedía poner fin a la “hostilidad contra los judíos y contra las otras naciones”. Este discurso fue grabado en discos para hacérselo llegar a los millones de analfabetos que poblaban la Rusia de entonces.

Antes del artículo de Philip Graves, el Gobierno revolucionario había denunciado la falsedad de los documentos y había revelado que eran una invención realizada en 1905 por Sergei Nilus, un pope ortodoxo que trabajaba al servicio de la Ojrana, la policía secreta zarista. Era un documento para fomentar los pogromos contra los judíos, una población cada vez más contestataria con el régimen medieval zarista. Sin embargo, su difusión masiva no se produjo hasta 1917 como un arma contra la revolución. En Los diez días que conmovieron el mundo, John Reed cuenta cómo lo bolcheviques alertaban contra el peligro de pogromos que alentaba la derecha zarista.

En 1918, durante la guerra contrarrevolucionaria auspiciada por Inglaterra, Francia y Estados Unidos, Los protocolos se difundieron de nuevo para justificar las masacres de judíos en las tierras dominadas por el ejército blanco, especialmente en zonas de Bielorrusia y Ucrania. Resulta sorprendente que el Zar Nicolás II se llevase un ejemplar a su cautiverio en Ekaterimburgo. Tal vez desconocía la falsedad del documento y murió pensando que era víctima de la conspiración judía mundial. O, tal vez, se lo llevó como un acto de penitencia.

Ya he dicho que Los protocolos fueron un plagio de la obra Diálogo en los infiernos entre Maquiavelo y Montesquieu. Pero lo curioso es que este engendro es una versión de La isla de los monopantos (**), escrita en 1650 por nuestro insigne y fanático antijudío Francisco de Quevedo, quien, a su vez, se inspiró en La carta de los judíos de Constantinopla, una falsedad escrita en 1546 por el arzobispo de Toledo, el excelentísimo don Juan Martínez Silíceo, auténtico padre de la idea de la conspiración judía para la dominación mundial.Este arzobispo se inventó una supuesta misiva de los Príncipes de la Sinagoga de Constantinopla dirigida a los rabinos de la Sinagoga de Zaragoza en la que les recomendaban que se hiciesen pasar por cristianos para, desde dentro, destruir a la Iglesia. No solo les recomendaba que se bautizasen, sino que, además, les pedían que convirtieses a sus hijos en clérigos para de esta forma poder profanar los templos católicos. En fin, otro saco de inmundicia que, al igual que Los protocolos tuvo sus consecuencias: la aprobación del estatuto de limpieza de sangre, una legislación represiva contra los judíos conversos y sus descendientes, a los que desde ese momento persiguió la duda sobre la sinceridad de su catolicismo.

Silíceo aseguraba que las reformas protestantes que habían surgido en Europa eran obra de judíos conversos (obsérvese el parecido con la idea de que la Revolución Rusa era obra de los judíos). Además, recuperó un bulo que había hecho historia setenta años antes: el crimen del Santo Niño de la Guardia. En 1480 se acusó a un grupo de judíos y conversos de haber asesinado en un ritual judaico a un niño de esta localidad toledana. Supuestamente, el ritual consistió en degollar a un niño cristiano en el altar de una iglesia católica. Aunque nadie había denunciado la desaparición de ningún crío y nunca se encontró cadáver de infante alguno, estos judíos y conversos ardieron en la hoguera. Este falso crimen fue utilizado para crear el clima que precedió a la expulsión de los judíos en 1492. A pesar de que los historiadores consideran que se trató de un montaje de la Inquisición, el Santo Niño sigue siendo la festividad de esta localidad toledana.

Creo que los hechos descritos muestran una imagen nada ejemplarizante del señor Henry Ford. Pero, como poderoso caballero es don dinero, el dueño de la Ford no tardó en reinventarse y de periodista intrépido pasó a filántropo. La Fundación Ford, teóricamente dedicada a la educación, ha sido una de las herramientas de penetración de Estados Unidos en América Latina. Además, ha sido durante décadas una de las fundaciones utilizadas por la CIA para sus operaciones encubiertas, como ha demostrado el libro La CIA y la Guerra Fría cultural, de Frances Stonor Saunders. Que, con su pasado, la Fundación Ford se dedique a la educación debería resultar cuando menos sorprendente.

(*) Aunque lo ideal es que, quien pueda, lo lea entero, tengo una reseña del libro en la siguiente dirección de Internet:

Hitler antes de Hitler – Libros de Manuel (librosmanuel.blog)

(**) Para quien quiera profundizar, tanto El judío internacional de Ford, como La isla de los monopantos de Quevedo están en Internet en PDF.